Los niños exploran el mundo en el que les ha tocado vivir. No lo eligieron. Tal vez les resulte inadecuado y hostil, pero no tienen otro, y se las componen (no siempre) para disfrutarlo, porque no fue hecho para ellos, que son intrusos en el universo de los adultos y pueden considerarse afortunados si los toleran, si les permiten habitarlo sin sufrir demasiado daño. Tienen que conocerlo, saben, porque allí pasarán el tiempo que les sea concedido. Bien o mal, se los entrenará en el hogar, en la escuela, durante los juegos con otros niños de su edad o con los adultos que encuentren.
Barriletes, cometas, volantines: nombres diferentes para la misma felicidad de un niño que suspende por un rato las leyes de la vida cotidiana. Me basta pronunciar esos nombres que cambian de país en país que utilizan la misma lengua, para recuperar una sonrisa que los años y las experiencias tristes o rutinarias prometían dejar fuera de mi alcance para siempre. No hay sitio para entristecerse, me digo, porque alguna vez fui capaz de remontar un barrilete y me consideré controlador del viento, de las leyes de la gravedad, de mi incapacidad para despegarme del suelo. Seguir leyendo